¡Tierra, trágame!

¿Alguna vez habéis querido cerrar los ojos y volveros invisibles después de haber dicho o hecho algo inapropiado en el momento menos oportuno? Pues eso es lo que yo deseé aquella tarde.

10/29/20243 min leer

Ya os he contado que a veces los niños me ponen en algún que otro apuro en los talleres de animación a la lectura con sus preguntas; pero hay veces en las que soy yo solita la que se pone en un aprieto y no precisamente con ellos, sino con sus madres.

Quienes tenéis alguno de mis libros sabéis que me gusta escribir dedicatorias personalizadas a mis lectores y lectoras para que se sientan especiales desde la primera página. Pues bien, ese día estaba firmando en la Feria del Libro de Huelva y entre las personas que esperaban había una señora con una niña. Cuando llegó su turno, con todo mi cariño me dirigí a la chica para preguntarle su nombre y, a continuación, con toda la buena intención, a su acompañante para plantearle la siguiente pregunta: “¿Quiere que le ponga en la dedicatoria que también es de parte de su abuela?”.

A medida que planteaba la pregunta mi cerebro empezó a darse cuenta de que estaba entrando en un terreno que “ummm”; pero ¿sabéis esa sensación de que una luz roja empieza a parpadear en tu cabeza y tú no puedes controlar las palabras que salen por tu boca? Pues eso mismo me pasó a mí.

Yo veía que la curvatura de los labios de esa señora cada vez era más recta a medida que yo realizaba la pregunta y, evidentemente, la respuesta que todos estáis pensando es la que salió de su boca cuando yo cerré la mía: “No soy su abuela, soy su madre”.

<<¡Pí, pí, pí!>> La luz roja de mi cabeza ya no parpadeaba; ya me gritaba directamente: <<¡¡¡No, no, no. Madre mía, qué patón acabas de meter y qué mal estás quedando con esta señora. Ya verás que se va sin el libro aunque haya esperado la cola!!!>>.

¿Hay algo peor que confundir a una madre con una abuela? Sí, hacerlo delante de otras madres que te miran entre la risa y la compasión por lo que acabas de hacer.

Lógicamente mi cara era un poema y en ese momento quise que la tierra me tragara, pero no me tragó y allí estaba yo con mi bolígrafo en la mano mientras la niña parecía estar en un partido de Nadal-Alcaraz mirándonos a su madre, (¡¡su madre!!) y a mí, a ver si alguna rompía el tenso silencio que se creó. Solo fueron un par de segundos, pero a mí me parecieron eternos.

De pronto escuché como de mi boca empezaron a salir disculpas una tras otra bajo los argumentos más peregrinos que se me iban ocurriendo: que si no me había fijado, que si otras lectoras habían venido con sus abuelas y eso había motivado mi confusión (mentira cochina), que si yo quería decir “madre” y me había salido “abuela” sin darme cuenta (otra mentira cochina)… Y así encadené hasta 4 ó 5 hasta que por fin me respondió que no me preocupase, que no pasaba nada. Eso sí, lo hizo con una sonrisa pelín forzada y seguro que acordándose de toda mi familia.

Por supuesto, desde entonces nunca jamás de los jamases se me ha ocurrido volver a hacerle esa pregunta a nadie, aunque tres segundos antes haya escuchado al niño o a la niña llamarle abuela a su acompañante.

Por cierto, si os lo estáis preguntando, la niña se llevó el libro con una dedicatoria súper bonita en la que, eso sí, no había rastro de parentesco alguno.